Vuitanta-sis contes | ||
Ochenta y seis cuentos |
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Hundert Geschichten | ||
Premi
Nacional de Literatura 2000 Premi Lletra d'Or 2000
"Sin lugar a dudas, la obra de Quim Monzó se nos ofrece en el panorama reciente de la narrativa española como la más personal, aguda y diferenciadora, desde sus mismos principios. En la plana monotonía reinante la prosa de Monzó se presenta como la lúcida revelación de la realidad, y no desde el realismo (mágico o derivados) sino desde las entretelas finísimas que la urden, la disfrazan y la ocultan." Fidel Villar Ribot, El Fingidor, Granada
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![]() MonzóSalvo en casos de patología peligrosa, el libro favorito de un escritor es casi siempre un libro del propio escritor: de lo contrario no lo hubiera publicado. Así que voy a permitirme la desvergüenza de recomendarles un libro mío. Acaba de publicarse: se titula Ochenta y seis cuentos y su autor es Quim Monzó, pero quien firma es su traductor, de modo que es como si fuera mío. No sé si me explico. Tampoco sé cuál es la consideración de que goza Monzó en el resto de España; en Cataluña es altísima: hace 20 años cambió el curso de la narrativa catalana, y en cierto modo ha seguido haciéndolo con cada nuevo libro; la crítica lo mima y los lectores lo devoran, y hay muy pocos narradores catalanes de menos de cincuenta años que no estén en deuda con él; para colmo, nadie le ha visto siquiera amagar con sacar la faca para sumarse al navajeo que, como en toda sociedad literaria digna de tal nombre, abunda en la catalana. La consecuencia de todo ello es que, aunque algunos lo disimulemos mejor que otros, los escritores lo odiamos.Monzó sostiene que la literatura catalana no existe. Tiene razón: tampoco la española, ni la francesa, ni la italiana, ni siquiera la inglesa. Las literaturas nacionales son un invento ilusorio del XIX: un escritor de Albacete puede estar mucho más estrechamente emparentado con otro de la península de Kamchatka que con un escritor de Madrid, y el único provinciano es el que todavía cree que existe el provincianismo. Alguien dijo que Borges era un escritor inglés que escribía en castellano; quizá con el mismo derecho podría decirse que Monzó es un escritor argentino que escribe en catalán. Porque Monzó viene de Borges, de Bioy, de Cortázar, destilados en un alambique donde conviven también Calvino, Manganelli, Saki, Handke o ciertos autores del posmodernismo norteamericano, como Donald Barthelme. Por lo demás, su literatura es engañosa: quiero decir que, sin duda porque es uno de esos autores que consiguen esconder tras una superficie tersa la complejidad que subyace en sus escritos y por tanto resultan fáciles de leer y difíciles de entender, Monzó es todavía mejor de lo que parece. Parece un ingenioso, y lo es, pero se olvida a menudo que el ingenio es un ingrediente indispensable del genio. Parece un gamberro, y lo es, pero todo escritor de verdad tiene que llevar dentro un gamberro. Parece un humorista, y lo es, pero mucho más serio de lo que aparenta, si es que puede haber un humorista que no sea muy serio. Parece un cínico, y lo es, y también, por tanto, un moralista. A veces parece incluso trivial, pero eso es, que yo sepa, lo que no es casi nunca.Lo conocí hace muchos años, en un bar de la plaza de Sarrià que ya no existe, cuando yo era un adolescente recién llegado a Barcelona con una carpeta reventona de ambiciones y de relatos inéditos. Por entonces acababa de publicar Gasolina -que es de todas sus novelas la que prefiero- y, apenas me lo presentaron, Monzó levantó muy serio un bolígrafo y me lo mostró. Nerviosísimo, consciente de la solemnidad del momento (iba a recibir mi primera lección de literatura de labios de un escritor de verdad), aguardé en silencio, pero en aquel momento Monzó empezó a dar la vuelta al bolígrafo y advertí que a la mujer que estaba pintada en él se le caía la ropa hasta quedar desnuda. "¿Qué te parece?", me preguntó. Luego me preguntó por mis cuentos. "Son demasiado cortazarianos", contesté sin equivocarme. "Cortázar me gusta mucho", contestó. "Además, a cuanta más gente te parezcas, mejor". Más tarde, como otros escritores de mi edad -y no sólo catalanes-, he aprendido muchas otras lecciones de Monzó, pero nunca he olvidado las que sin pretenderlo me dio aquel día: una de ética, según la cual un escritor nunca debe ir de escritor, sino limitarse a escribir lo mejor posible, y otra de estética, según la cual la originalidad, que es otro invento del XIX, no consiste en no parecerse a nadie, sino en parecerse a todo el mundo. Dice su editor español que Monzó es uno de los mejores cuentistas europeos actuales. Dudo mucho que la frase sea una hipérbole.Javier Cercas, EL PAÍS, Madrid: Die Lächerlichkeit der Liebe Grausam komisch ist Quim Monzós "100 Geschichten". Das Buch gleicht einer Wundertüte. Man blättert hinein, knapp 800 Seiten, beginnt zu lesen und stößt auf alles, was Leben und Literatur so hergeben: Skurriles und Tragisches, Surreales und Trauriges, Unwahrscheinliches und Banales, Zärtliches und Grausames. Diese „100 Geschichten“ können nicht in einem Rutsch konsumiert werden; es empfiehlt sich zum Einstieg eine eher geringe Dosis; der Rest kommt von allein. Kaum mehr als jeweils fünf oder sechs Seiten hat eine Erzählung des 1952 geborenen Katalanen Quim Monzó, der dieses Jahr die Frankfurter Buchmesse als Gastredner eröffnen wird, vor seiner Schriftstellertätigkeit aber viele andere Berufe ausübte: Cartoonzeichner, Grafikdesigner, Drehbuchautor, Radiosprecher, Songwriter, Kriegsberichterstatter in Vietnam. Seine knappen, konzentrierten Texte aber haben es in sich. „100 Geschichten“ versammelt erstmals sämtliche Erzählungen Monzós in deutscher Übersetzung, darunter stärkere und schwächere, allein: Misslungen ist keine einzige. Es sind meist Szenen aus dem Alltag, die sich ins Groteske wenden und mit einer überraschenden Pointe enden oder auch beginnen. Wie in „Der Brief“: Ein Mann kommt nach Hause, schließt Fenster und Türen und dreht den Gashahn auf. Die Concierge, die ihn tot auffindet, legt ihm noch einen Brief in die Hände, den sie entgegengenommen hat. Darin beschreibt die ehemalige Geliebte des Mannes ausführlich die sexuellen Praktiken ihres neuen Liebhabers. Der Brief endet mit dem Wunsch, der Mann möge wenigstens den Mut haben, sich umzubringen – so wie bereits sein Vorgänger. In einer anderen Geschichte, „Eheleben“, liegt ein Paar nebeneinander im Bett, unschlüssig, ob der jeweils andere denn nun Lust auf Sex haben könnte. Sie löschen das Licht, masturbieren heimlich nebeneinander her und schlafen traurig ein. Überhaupt fällt auf, dass es bei Monzó schnell zu lächerlichen Situationen kommt, sobald die Liebe im Spiel ist. Sein Blick ist der eines Beobachters, der ernüchtert zusammenkehrt, was übrig bleibt, wenn Rausch und Leidenschaft in geregelte Normalität übergegangen sind. Dass der Grat zwischen Komik und Grausamkeit schmal ist, versteht sich von selbst. Nicht umsonst hat Monzó einmal betont, dass er sich auch einen Autor wie Kafka nicht ohne Humor vorstellen könnte. Wie bei Kafka ist es auch in den „100 Geschichten“ immer wieder die Familie, die der Motor für die Kombination aus Ignoranz, Verletzung und einem der Lakonie entspringenden Lachen ist. In „Mein Bruder“ ignoriert eine Familie den Umstand, dass ihr Sohn („Er war nie ein besonders lebhafter Junge gewesen“) während des Weihnachtsessens am Tisch verstirbt. „Mir scheint, du hast zu viel getrunken, Toni“, sagt der Vater; später bringt ihn der Bruder ins gemeinsame Zimmer und zieht ihm den Schlafanzug an. Von nun an läuft das Leben weiter wie zuvor – bis Vater und Mutter ebenfalls sterben. Etwas Manisch-Obsessives haben all die Figuren in Quim Monzós Kosmos; Getriebenes einerseits, Phlegmatisches andererseits. In „Vor dem König von Schweden“, einer mit knapp hundert Seiten geradezu ausufernd umfangreichen Erzählung, gerät ein Schriftsteller, der seit Jahren auf der Vorschlagsliste seines Landes für den Nobelpreis steht, in die Mühlen einer zwergenhaften Hausgemeinschaft, die ihn dazu zwingt, die Waschbecken in seiner Wohnung auf 80 Zentimeter herabzusetzen, und ihn auf eine Größe von 1,47 Meter schrumpfen lässt. Dass diese Erzählung die Nobelpreisrede des Schriftstellers ist, erfährt man erst zum Schluss. Auch dieser Text steht stellvertretend und symbolisch für Monzós „100 Geschichten“: Leben und Literatur lösen sich ab; Realität und Erfindung gleiten unmerklich ineinander. Man muss aber konstatieren, dass die Absurdität des Lebens und die Absurdität, die hier abgebildet wird, nichts miteinander zu tun haben: Monzó ist ein fabelhafter Weltenerfinder. Sein Prosa-Universum ähnelt dem unseren allerdings auf erschreckende Weise. Christoph Schröder, DER TAGESSPIEGEL, Berlin www.tagesspiegel.de/kultur/literatur-alt/die-laecherlichkeit-der-liebe/1062154.html : Monzó, químicamente puroSi alguien se lo perdió, aquí lo tiene de bolsillo y más barato. Quim Monzó en estado químicamente puro. Tan apabullante como en La magnitud de la tragedia, pero destilado al límite, en relatos cortos, algunos cortísimos, que concentran la esencia de la naturaleza humana, más de sus miserias que de sus grandezas, sarcásticos o descarnados, pero siempre sorprendentes. Como si se hubiera agitado en una coctelera a O'Henry, Saki y Roald Dahl y el resultado se hubiese dejado a la intemperie hasta que quedase un poso pegado al fondo. Los entusiastas de Monzó son legión, pese a lo cual les gusta a veces secretear como si fueran miembros de una sociedad secreta. No es para ellos este volumen, que puede tener la culpa de que lleguen a ser demasiados. Luis Matías López, EL PAÍS, Madrid : Ochenta y seis cuentos
La personalidad literaria de Quim Monzó no ha de ser un descubrimiento para el lector no catalán, aunque no haya alcanzado todavía, en el ámbito peninsular, la popularidad de que goza en el catalán. Sus colaboraciones periodísticas en castellano se publican en revistas de ámbito nacional, pero su inteligente sentido del humor fue muy celebrado también en la televisión catalana en horas de máxima audiencia. Desde los medios, pues, ha ido forjándose su entidad de “personaje”, que complementa la vertiente literaria. Por otra parte, pese a haber cultivado la novela con éxito, sus libros de relatos constituyen la parte más valiosa de una obra que es ya considerable. Ochenta y seis cuentos constituye una selección de relatos que proceden de los siguientes libros: Uf, dijo él, Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury, La isla de Maians, El porqué de las cosas y Guadalajara. Los cinco libros de relatos, por otro lado, poseen una unidad interna, porque los mecanismos de escritura de Monzó no varían en exceso. Sus relatos sintetizan el absurdo kafkiano, el realismo minucioso, el surrealismo (no sé si alguien habrá señalado ya algún rasgo del Buñuel surrealista en ellos). Un estilo conciso añade valor documental a sus piezas.
Cualquier elemento cotidiano puede servirle al escritor como punto de partida. Todo sirve para elaborar una historia que funcionará con la precisión del relojero. Aprendió de Borges, modelo universal, que en el relato no puede sobrar una palabra, como en el poema. Pero el humor, a menudo ácido, puede subvertir la realidad. Reutiliza mitos populares bien conocidos: “Una vez más, el hijo le pide al padre que le vuelva a contar la historia de siempre: exactamente cómo el abuelo le puso la manzana en la cabeza, y cómo él fue capaz de acceder a ello sin temblar de miedo, y si es verdad que no lo tenía en absoluto” (“Las libertades helvéticas”). Puede parecer irreverente: “El hombre se levanta con los ojos iluminados, respirando agitadamente y con una resolución: revelar al mundo lo que le acaba de ser revelado” (“Vida de los profetas”). éstos son dos inicios, elegidos casi al azar, de relatos de diversas etapas de la trayectoria de Monzó. En cualquier cuento, más que en la novela, las primera líneas deben despertar -como el buen artículo periodístico- el interés del lector. Su desarrollo y final no pueden desmerecer del tono ya elegido. Monzó lo consigue. Los relatos que prefiero son los que abordan temas sentimentales, tratados siempre con gran sensibilidad. Sorprende con la exageración; pero traza sus personajes con buril. Las situaciones generales, en algunos, sustituyen a los individuos, como “Durante la guerra”, por ejemplo. Puede llevarnos hasta el origen mismo del hombre y del lenguaje (“En un tiempo lejano”) y hasta más lejos en el tópico de “La creación”; cuyas últimas frases son impagables: “Llegado el séptimo, Dios Nuestro Señor descansa. Luego viene Haydn y con todo esto hace un oratorio” (“La Creación”).
Los Ochenta y seis cuentos son también ochenta y seis maneras. El autor no se repite. El cuento puede gustar más o menos; jamás aburre. Siempre hay tras él una sonrisa, fruto de la agudeza de su creador. A mi juicio, Quim Monzó escritor está a la altura del personaje público que ha logrado cuajar. Su realismo configura un mundo pleno de ideas, sorprendente: fuegos de artificio que configuran un mundo entre escéptico y pesimista, aunque no desesperado. Podría asegurar que es el mejor de los cuentistas peninsulares (más acertado en los breves, hoy en boga), pero el mundo del relato tiene mucho de sociedad secreta. ¡Quién sabe! No cabe duda, sin embargo, de que ha contribuido a revitalizar el género y hacer gratas las horas de lectura que reclama su libro. Quizá algunos lectores ya lo conozcan, porque no es éste el primero de sus libros que se ha vertido al castellano. Si así fuera, el placer de la relectura resultaría mucho mayor.
Joaquín Marco, EL CULTURAL (EL MUNDO), Madrid: De la utopía al estuporTodavía recuerdo el impacto que en 1980 provocó la aparición de Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury. Los primeros libros de Quim Monzó (incluido Uf, va dir ell) participaban de la retórica de la contracultura. Había en ellos referencias psicodélicas (prados azules, cielos verdes y naranjas chillones), falsos cuentos policiacos a la manera de Handke o de Godard (aquella banda de delincuentes que hablaban en catalán xava y leían Fotogramas) y soluciones surrealistas, con mujeres de senos transparentes e individuos que devoraban caracteres tipográficos. Olivetti... apuntaba en otro sentido. Frente a la apología que la contracultura hacía de sus propias formas de vida, Monzó observaba y detallaba el comportamiento humano con gran precisión. Sus cuentos eran fundamentalmente urbanos. En los años setenta, unos mismos escenarios (la Rambla, la calle Escudellers) servían de base a dos lecturas de la ciudad radicalmente distintas: como territorio festivo y liberado (Rambles, de Sisa) o como el escenario de la neurosis contemporánea (Bllbao, de Bigas Luna). La visión de Monzó era más contrastada. En sus páginas aparecía una Barcelona llena de lugares familiares (bares y restaurantes abiertos hasta el amanecer), que prometía las máximas expectativas (dispersión de horarios e intercambios sexuales) pero también, y en las mismas dosis, alienantes rutinas y desencuentros.Hay dos cuentos claves en Olivetti... para entender el paso de los setenta a los ochenta. En el primero, "Cacofonia", se relata el recorrido del protagonista a altas horas de la madrugada desde la falda del Tibidabo hasta la Rambla, y, a continuación, el encuentro con una chica en el bar Baviera. Ella le cuenta que el imaginario de su generación se ha desmembrado. Ahora cada uno se interesa por una cosa (uno quiere ser el que tiene más dinero, otro seducir cada día a una chica distinta, aquel comer mucho, trabajar sin parar o tomar más anfetaminas que nadie). Cogen el coche y suben Balmes en contradirección, pero la transgresión es mínima, la hazaña pierde valor porque a esas horas apenas hay tráfico. El protagonista de "El regne vegetal" reconstruye su propia historia, desde los tiempos de Les Enfants Terribles, cuando compartía la barra con prostitutas y marineros yanquis, hasta el desencanto (las ideas de Monzó concuerdan con las de Pau Malvido en su famosa serie "Nosotros los malditos" de la revista Star), y termina con una divertida receta vegetariana aplicada a las relaciones sexuales. Los ideales han caído, pero no hay queja, el protagonista se ha convertido en un libertino. Ahora lo que interesa es hacer proselitismo y convencer de sus ideas a todas las chicas.Desde Olivetti... la literatura de Monzó no ha abandonado ese camino. L'illa de Maians descubre la insatisfacción de la vida burguesa, el extrañamiento y el voyeurismo. El perquè de tot piegat, la comedia humana en tomo al amor y los rituales del sexo. En Guadalajara aflora la repetición y el cansancio, a propósito del hombre medio de la ciudad moderna (una ciudad que progresivamente ha perdido sus referentes para convertirse en un espacio sin nombres). Monzó desarrolla pequeñas series de cuentos que atraviesan varios libros. Al principio utilizaba la imagen cinematográfica como espejo y metáfora de la fragilidad de la consciencia ("Un cinema", "Nines russes"). O se inspiraba en las situaciones típicas de la pornografía: la seducción romántica a lo Walerian Borowczyk ("Història d'un amor"), el encuento en el tren ("La dama salmó", "Ferrocarril") o la lección de piano ("Filantropia del mobiliari"). Algunos cuentos abundan en la neurosis del orden y su reverso, el acto gratuito ("El nord del sud", "To choose"). Los últimos libros dedican atención a la angustia del escritor profesionalizado ("El segrest", "La literatura") e incluyen parodias magistrales de cuentos y clásicos literarios como la bella durmiente ("La bella dorment"), la cenicienta ("La monarquia") o la metamorfosis kafkiana ("Gregor"), que son al mismo tiempo mitos modernos sobre el deseo, la infldelidad o el ascenso social.Una de las claves del éxito de Monzó es que su obra permite lecturas diversas. A menudo se le ha valorado como el renovador del catalán literario moderno. Desde las cavernas de la filología se le compara por su rigor con Carner e incluso, según leí el otro día, con Martí de Riquer. En cambio, la crítica europea le relaciona con Kafka, Borges y Rabelais. Es curioso constatar cómo han actuado en su caso los mecanismos de legitimación cultural. Yo creo que Monzó ha creado su propia ascendencia. Le veo como un curioso entusiasta y un gran individualista. La imagen del personaje de uno de sus últimos cuentos, que no acaba de leer ningún libro porque a su enfender nada supera la sensación de disponibilidad de las primeras páginas, cuando la historia puede seguir cualquier rumbo, le encaja perfectamente. A lo largo de su trayectoria ha tenido como modelos, entre otros, a Cabrera Infante y a Frank Zappa, al Grupo Pánico, a Wolinski, a Trabal, a Truman Capote y a Donald Barthelme. Y útimamente ha descubierto afinidades con autores como Robert Coover o Slawomir Mrozek. Sin acabar de comprometerse con ninguna de las opciones que representan, las ha integrado en una línea de continuidad, en una lectura propia de la tradición literaria que lieva de la utopía vital y literaria de los setenta al estupor que provoca vivir en los tiempos actuales.Vuitanta-sis contes demuestra que la literatura de Monzó ha resistido perfectamente el paso del tiempo y de las modas (aunque yo no creo que sus cuentos sean puro artificio lingüístico: situaciones y ambientes de época desempeñan un papel fundamental en su visión del mundo), y que su influencia ha sido determinante en la aparición de un nuevo perfil de escritor que más allá de la militancia cultural aspira a la calidad literaria, que utiliza a su favor los medios de comunicación sin comprometer su obra ni ceder a presiones comerciales. "Història d'un amor", el primer cuento de Uf, va dir ell, empieza con unas palabras que leídas veinte años después suenan como una recapitulación: "A aquestes altures donaria per bo tot el que ha passat fins ara a canvi de veure, un altre cop, el cel de color de pipermint". Parafraseando lo que Dostoievski escribió una vez sobre "El abrigo" de Gogol: todos nosotros venimos de ese cielo de pipermint.Julià Guillamon, LA VANGUARDIA, Barcelona
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